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Yo pensaba en perchas y trapecios y tú en naves espaciales. Te decía tonterías como que echaba de menos lavarme con jabón en los bares y que estaba harta de los ríos imposibles. Tú te reías: que prefiero la arrogancia cósmica y hacer despegar mis estructuras de mecano que a ti te hacen pensar en tu padre y en su estantería de madera. Les dedicaste casi todas las tardes del verano que pasamos juntos. El de las inundaciones en China. A tus estructuras de mecano.
También encontrabas tiempo para mirarme, agarrarme entre las piernas y hacerme bailar con la brisa de verano y las luces de los puentes en las fiestas y mis dedos en tu espalda, bálsamo de esa fiebre megalómana que te entraba cada vez que veíamos el agua subir y mis labios abrirse.
Te dije no podemos esperar aquí a morirnos juntos. Encendiste el ventilador y creo que algún cigarro. Me asfixiaba la densidad de las nubes y el gris y el humo del calor, a la orilla del río, entre tanto escombro de amor derruido. Hacia el final de agosto ya no quedaba nada, no nos quedaba nada. Nunca he sabido si derrotamos a las ruinas o si fuimos nosotros los que resultamos vencidos.
Me dijiste estás preciosa y respiraste en mi cuello, el último día, frente a nuestra ciudad ardiente que habíamos convertido en olvido. Me empujaste al suelo y nos miramos desde abajo, como dos niños compartiendo un caramelo de café de esos que luego se quedan para siempre entre los huecos de los dientes. Permanecimos un rato así, en silencio, tu-ojo-clavado-en-mi-ojo.
Algo se derrumbaba fuera. No supimos qué decir. Que cuarenta años son muchos para esperar a morirse más tarde.
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3 comments:
Maravillosa.
Enorme.
Uno nunca sabe que decir. Me gusta.
En estas horas interminables, cuando se va todo el cansancio del día y dormir parece tan superfluo. Ahora. Llega tu belleza rota con luz mágica.
Y me estremeces.
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